Carlo Fabretti/Rebelion
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Pero esto no es una crítica cinematográfica: es o quisiera ser una reflexión política a partir de ciertos datos socioculturales especialmente preocupantes, y “Princesas” no es sólo la historia de la amistad entre dos trabajadoras del sexo: es o pretende ser una aproximación al complejo mundo de la prostitución y sus problemas, recientemente exacerbados (como tantos otros problemas) por la afluencia masiva de inmigrantes. Tanto por su enfoque como por su proceso de gestación, “Princesas” se acerca peligrosamente al docudrama (ese interesantísimo género fronterizo que tiene en Javier Maqua su mejor exponente y al que han hecho valiosas aportaciones cineastas como Joaquín Jordá y Javier Corcuera). Y digo «peligrosamen- te» porque la mayor pretensión de verosimilitud implícita en una obra que se nos propone como testimonio de una realidad concreta, conlleva un mayor riesgo de tergiversación, de traición a esa realidad que se pretende reflejar, y exige un especial rigor. Y, en ese sentido, la última película de Fernando León es aún más decepcionante que en el meramente cinematográfico.
En “Princesas”, claro exponente de ese realismo blando que señala los prejuicios sin atreverse a desmontarlos, se victimiza a las trabajadoras del sexo y se demoniza su entorno, como quieren los biempensantes. No es extraño que, paradójicamente, las abolicionistas la hayan adoptado como bandera (y digo paradójicamente porque la película se ha hecho con el asesoramiento del colectivo Hetaira, cuya posición, al menos en teoría, es diametralmente opuesta al abolicionismo al uso). En uno de sus diálogos más desaforados, el realizador-guionista literalmente equipara la prostitución al infierno: «No me importa que no haya nada después de la muerte», dice la protagonista, «lo que no soportaría es que hubiera otra vida y que fuera igual que ésta». Pero la que habla no es una niña de catorce años que se ve obligada a prostituirse para sobrevivir, como sugiere la frase, sino una mujer adulta, inteligente, medianamente instruida y con capacidad de elección, que lleva una vida acomodada y hasta puede ahorrar para hacerse un costoso implante mamario. En última instancia, lo que el realizador-guionista no puede o no quiere admitir es que la prostitución pueda ser la elección de una persona adulta y responsable, y Fernando León se hace portavoz, no de las trabajadoras del sexo, a las que convierte en muñecas de ventrílocuo, sino de la sociedad que las estigmatiza. La opinión generalizada es que sólo la extrema necesidad, la desesperación o el vicio pueden llevar a una mujer a ejercer el oficio más viejo del mundo, y “Princesas” no se sustrae a la nefasta influencia de este tópico discriminador.
Cuando hablo de elección, huelga señalarlo, no me refiero a una elección plenamente libre, pues casi ninguna lo es en esta sociedad. Que una mujer elija dedicarse a la prostitución no significa que lo haga por gusto, sino que, entre las distintas (y casi siempre limitadas) opciones que se le ofrecen para ganarse la vida, se decanta por ésa. Y puesto que vivimos en un mundo-mercado en el que todo (menos el cariño verdadero) se compra y se vende, la mujer que decide vender su cuerpo (mejor dicho, alquilarlo: las que lo venden son las esposas), merece el mismo respeto que los que vendemos el alma. Y ese respeto significa escuchar sus reivindicaciones en vez de usurpar su voz.
«Todo para las prostitutas, pero sin las prostitutas», parece ser el lema de las abolicionistas y de quienes pretenden redimir a las trabajadoras del sexo sin preguntarles si quieren ser redimidas. Como ha señalado Dolores Juliano en su libro “Excluidas y marginales”: «Quizá lo más defini- torio de la condición de exclusión social es que implica que no se les reconoce a las personas afectadas la capacidad de actuar, decidir o evaluar por sí mismas. No son consideradas interlocutoras válidas... La sociedad no se reconoce en ellas ni les ofrece mecanismos de interacción, si no median rituales de reinserción. A falta de ellos, la beneficencia o la sanción son las posibilidades que se les ofrecen».
Una mujer que explicita y autogestiona su sexualidad, que se alquila en vez de venderse, que tiene muchos clientes en lugar de un solo amo, es un paradigma excesivamente perturbador para nuestra hipócrita sociedad patriarcal, un espejo en el que muy pocos y muy pocas se atreven a mirarse. La puta (sobre esta palabra y sus múltiples usos se podría escribir todo un libro) es tan evidente, tan estridente, que no podemos verla ni oírla. Pero la única manera de resolver el proble- ma de la prostitución (mejor dicho, los problemas personales y sociales relacionados con su ejercicio) es escuchar a sus protagonistas, ver su realidad y respetar sus derechos. Empezando por un derecho que, desde el Neolítico, siempre se les ha negado a las mujeres: el de decidir lo que hacen con su cuerpo.
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