Como vocalista de Black Flag, Rollins bajaba del escenario a pegarte, cantaba una canción y volvía a pegarte de nuevo. Y todo eso antes del gimnasio, cuando no era más que un alfeñique adolescente.
Con el tiempo, de las letras estúpidas pasó a la crítica social. Un año después de la separación de Black Flag (1987) armó The Rollins Band.Y desde ahí, todo fue ironía y rock and roll. Ahora tiene late show.
Un rictus de cabreo permanente esculpe el mármol facial de Henry Rollins (Washington, 1961). La suya es expresión estatuaria; mineral, solemne, circunspecta. Congelada en ira, refulge en esa crispada máscara una mirada que amilana. «Te voy a sacudir un guantazo», dirían si hablaran esos ojos incendiarios. Todo en su fornida persona emana mal fario. Hasta ese palmario cogote se antoja amenazador. Iván el Terrible de la primera dinastía del hardcore californiano, Clark Kent a medio mutarse en la Masa crítica, Rollins parece más que nada el mismísimo Minotauro en vísperas de zamparse un niño crudo. O varios.
A semejanza del morlaco dotado de cuerpo humano, el icono punk con intelecto cultivado vaga atribulado por su propio dédalo existencial, yacimiento de toda la insatisfacción y reconcomio vitales que rigen las directrices de la enciclopédica obra producida por el que fuera vocalista de los totémicos Black Flag, la banda que en los 80 trucó con motor de combustión espontánea a Stooges y Black Sabbath.
Próximamente en gira por nuestro país presentando Nice, el nuevo disco de la Rollins Band, cuya aparición ha coincidido con la de A Rollins in The Wray, el último de sus spoken word, Rollins no podrá cambiar todo lo que le disgusta, que es mucho, pero sí exponerlo sin cortapisas, como ha hecho hasta ahora desde una autonomía, ideológica y empresarial, ganada a pulso.
A lo largo de su copiosa obra despuntan lúcidas observaciones donde la emoción no está reñida con el análisis, y a menudo vienen envueltas en música de autoritaria intensidad. Demasiado flagrante, el integrismo de esa enconada postura se hace antipático a unos detractores que ven en Rollins al fanático intransigente, un doctrinario con menos sentido del humor que Jean Paul Sartre. Evidentemente no está en el negocio por simpático, pero la adustez de su programa queda compensada por un feroz sentido de la autocrítica y una psicopática puesta en escena. Nadie podrá acusarle de no entregarse. Sólo o al frente de la Rollins Band, sea recitando, disertando o cantando, Henry actúa a destajo y anega literalmente el mercado con un torrencial flujo de DVDs, compactos y libros —relatos, diarios, transcripciones de sus discos hablados, antologías de letras de canciones—, editados por su propio sello 2.13.61 Records.
Inasequible al estrés, se prodiga también en cameos cinematográficos; aunque Oliver Stone dijo que de haberle conocido antes habría sido el protagonista de Asesinos natos, hasta la fecha todas sus intervenciones han sido episódicas. Eso sí, no da tregua; la mayoría de las veces en producciones independientes, con mucha serie Z —Charles Manson Is Coming to Town (aka Live Freaky, Die Freaky), por ejemplo—, aunque también puede avistársele en Carretera perdida, Johnny Mnemonic y otros largometrajes comerciales. Y en Australia presenta su propio espacio televisivo de misterio, Scenes at Midnight.
Entre tanta diversificación, nuestro hombre emerge como el ogro con conciencia de la generación del monopatín, crítico implacable de la cultura occidental y defensor a ultranza de la independencia. Su mensaje es simple: la clave está en digerir y no en consumir, sólo así será posible vivir una vida auténtica en un mundo virtual.
(tomado de La luna del siglo XXI, El mundo)
denso de riffs y distorsiones, de grosor y mortificación. Es el claro ejemplo de un trío desgañitado en hacerse oír que expone su propuesta de manera clara: lo tomas o lo dejas, tú mismo. Aquí hay metal para exportar en estado de extrema crudeza, simple y mortificante, tres músicos delirando sobre sus instrumentos acerca de lo grotesco y lo brutal. Una alegoría para osados y convencidos sobre la importancia de extremarse con lo imposible, de hacer de lo básico algo más que trascendente pero con tal naturalidad y fluidez entre tanto caos y discordia, que aunque parezca imposible, sucede. 
